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domingo, 1 de abril de 2007
ABELITO MUERE
Frente al edificio de Miguel toco la bocina tres veces. Me bajo del carro y le voceo. Entro la mano en el carro y toco la bocina de nuevo y Miguel sale al balcón y me hace señas de que espere. Baja al rato.
– Vamos a la librería Cuesta y luego por par de cervezas.
– No estoy en cervezas hoy.
– Café entonces.
– Un capuchino.
– Ok.
Llegamos a Cuesta. Desde los cristales del centro comercial, distinguimos que están cerrando la librería. Entramos y nos ponemos a mirar las novedades. No son novedades. Vemos que Anagrama está sacando poesía. Se distinguen los lomos de varios volúmenes de Omeros de Derek Walcot y de Aullido de Allen Ginsberg y más allá una selección de poesía de Marianne Moore preparada por Acantilado. ¿Por qué no publican poesía más reciente?, le pregunto a la foto de Allen Ginsberg que aparece en la portada del libro. La fotografía de Allen Ginsberg no dice nada. Una de las dependientas repite por el micrófono que es hora de cerrar. Miguel sube al segundo piso. Yo sigo en el primero. Paseo por los pasillos leyendo títulos. Tomo Delito por bailar chachachá de Cabrera Infante. Tomo The curious incident of the dog in the night – time de Mark Haddon. Tomo tres novelas Anagrama. Demasiado caras. Me quedo con Cabrera Infante y Mark Haddon debajo del hombro y los pago. Mientras pago Miguel se acerca y las luces se apagan y unos intelectuales rezagados empiezan a descender las escaleras y a salir de la librería.
De ahí manejo rumbo a la Zona. Me parqueo en la Meriño detrás de una pathfinder. Está haciendo brisa, mucha brisa, al extremo que me alborota el pelo y agita la ropa y levanta el polvo y el sucio de las calles. Le damos un vistazo al Palacio de la esquizofrenia. Muchos turistas. Muchos poetas. Muchos culturosos. Quedamos en caminar al café que está en el medio del Conde.
-¿Cuál es ese?- pregunta Miguel.
-Uno que pusieron los exiliados españoles.
La temperatura está muy fresca. A nuestro lado pasan cueros y pasan gays y pasan mendigos pidiendo y pasan turistas orientales y europeos. Un tipo de setenta años se detiene y aborda a dos muchachas que se han hecho las tetas y que lo miran con lujuria. El tipo les habla en español. Una se ríe y la otra le responde hola, chulo.
Nos sentamos frente al mostrador. Miguel pide su capuchino. Yo pido una batida de zapote. Miguel dice que de esos vasos largos de cerveza de seguro bebieron los poetas de los cuarenta. Hasta Manuel del Cabral y los otros, dice. Hasta André Breton, le digo. A nuestro lado, como a ocho asientos, se encuentra un gay pelado a caco y dos muchachas que se ven bonitas. Pagamos.
Caminamos por el Conde. Bajamos por la Sánchez y caminamos hasta la casa de Goico. Lo encontramos sentado en el interior de Falafel. Se pone contento cuando nos ve. Coge su trago y enfilamos hacia su taller donde inmediatamente empezamos a ver sus dibujos regados en el piso y en una mesa.
Goico menea su trago y asiente cada vez que murmuramos algo. Goico es un artista plástico que viene trabajando desde los sesenta. Es lento y gordito. Como casi no tiene pelo, se le distinguen las marcas de una lobotomía sobre la frente, dos pequeñas depresiones herencia de la psiquiatria dominicana de los años setenta.
Más que de pintura, el taller de Goico parece de mecánica. Aunque esto es aparente, ya que se supone que así debe ser el taller de alguien que trabaja intensamente y ofreciéndolo todo. El taller pertenece al dueño de Falafel que ha instalado a Goico ahí condescendientemente. Anteriormente, Goico vivía en un parqueo de la Meriño. Cuando llovía se le mojaban todos sus dibujos. Algunos dibujos de búhos y rostros ambiguos cuelgan de las paredes. El piso es un revoltijo de colores. Lo mismo la mesa de trabajo, las sillas, las manos y los pantalones de Goico. Si avanzas estrepitosamente puedes pisar dibujos que el autor vende casi regalados a quinientos o a ochocientos pesos. En la pared frontal pende la pintura de unos girasoles. Reviso los dibujos y encuentro uno en crayón que es adorable, una especie de rostro desfigurado que mira como amenazante desde una pesadilla.
– Llévatelo Frank – me dice Goico.
– ¿Qué es?
– Vea, es la muerte.
Tengo un montón de dibujos de Goico. Sobre todo de los búhos y los autorretratos. Miguel compra una miniatura de girasoles y recoge del suelo tres formatos que Goico había desechado y que ahora vende en doscientos cada uno.
Al rato, dejamos los negocios y nos ponemos a conversar. Goico se sienta en los escalones del portal del estudio, Miguel se sienta en una silla y yo a la diestra del gran pintor, quien menea su trago.
– Frank, ¿te acuerdas de Abel? – me pregunta Goico.
-No.
-Abelito el mexicano que vivía doblando la esquina.
-¿El mexicano? Claro que sí.
– Abelito se murió. Los vecinos no lo veían salir y entonces vino el olor. Derribaron la puerta y lo encontraron muerto. Tenía cinco días muerto. Estaba en calzoncillos cuando lo encontraron.
– ¡No jodas! ¿Cuándo?
– Hace seis meses.
– ¿Seguro que seis meses?
– Bueno, algo así.
– ¿Vino su familia de México?
– No, no vino nadie de México. Yo no fui al cementerio. A mí no me gusta eso.
– Que triste.
– Una mierda – añade Miguel.
– Vea, así me van a encontrar a mí un día.
– No digas eso, Goico.
– Sí, sí, sí. No debiera decir eso.
A Miguel y a mí siempre nos había intrigado Abelito a quien veíamos en todas las actividades culturales ensacado y con su pelo peinado con vaselina como un actor de los años cuarenta. Siempre le preguntaba a la gente por él. Pero nadie sabía decirme. Varias veces lo vimos frente a la puerta del Conde piropeando a los mujerones de Ciudad Nueva y susurrándoles mamacita a medida que éstas pasaban. Mujeres a las que él les daba por el hombro. Un día, sentado en el taller de Goico, éste me lo presentó y resultó ser una persona cordial y agradable, aunque algo distante. Según dice Goico, tenía diez años viviendo en el país. A veces pienso que dejó México por algún crimen que cometió.
Al lado del taller de Goico hay un bar. También enfrente. Pero en el bar del lado hay un grupo de rock tocando canciones gringas desafinadas. El ruido retumba en las paredes. A cada minuto la gente entra y sale del bar, pasando frente a la puerta de Goico. Ahora pasa una muchacha hermosísima con una falda Prada y discutiendo por el celular. Como el volumen está cada vez más alto, Goico tiene que gritar.
– ¿Te acuerdas de Cholo? – le pregunta Miguel.
Goico prende un cigarro. Lo fuma. Lo tira en el piso y enciende otro. Entonces responde:
– Ve, a Cholo y a mí nos agarraron en el sesenta y ocho. O sesenta y nueve. Cholo era cabeza caliente. Yo era cabeza caliente. Si tú tenías dieciocho o veinte y pico, eso te hacía cabeza caliente. Balaguer fue lo peor que le ha pasado a este paisito. Peor que Trujillo. Cuando eso Cholo estaba flaquito. No es el Cholo de ahora. Ve, a Cholo lo están interrogando por la Palo Hincado dos guardias. Mi mamá me había mandado al colmado y al pasar yo saludo a Cholo, lo saludo así con la mano, entonces uno de los guardias me hace señas de que me devuelva y cuando me acerco me da un bofetón que me tumba al suelo. Je je je. Entonces me agarraron a mí también. Je je je. Nos metieron en la perrera y de ahí a una celda y nos dieron una salsa, primero ellos y luego los otros presos…pero yo no lloré. El que lloró fue Cholo que es mujercita… yo no lloré.
– ¿Cholo es maricón? – le pregunta Miguel.
– Eh, sí. Jejeje.
– ¿El flaquito con que anda es su novio?
– Sí. Aunque parece su sobrino. Cholo tiene sesenta y tantos años. Cholo invitó a un amigo mío a su casa. Estaban sentados en un mueble y viene Cholo y le mete la mano dentro del pantalón.
– ¿Se lo agarró?
– Je je je je.
– ¿Cómo? ¿Y el tipo? ¿Qué hizo?
– No, Rafelito es cundango también. Esa gente no coge. Ve, es que él se la pasa pintando maripositas… ve. Esa vez lo agarraron por ta pintando maripositas en un muro. Ahora pinta platillos voladores y marcianos… je je je. Es el sistema… Cholo pertenece al sistema… yo no.
– ¿El sistema? ¿El sistema solar?
– No, el otro.
Siguen pasando muchachas frente a la puerta de Goico. La brisa sigue arreciando. Goico enciende otro cigarro. Las paredes del estudio retumban por la música del bar. Parece como si estuviésemos en el aeropuerto y un avión acabase de arribar y el piso estuviese temblando. De repente siento que estamos en el interior del avión, que va a despegar y nos llevará a Tokio.
– Pobre Abelito.
Goico arroja el cigarro al suelo y enciende otro. Suspira.
– Sí, el pobre.
Publicado por Frank Báez en 11:18